La nieve
ya había cesado hacía un buen rato. Caminaba por las alargadas calles de Londres,
las cuales aquel día parecían interminables, sin un fin demasiado fijo. Andaba
sin rumbo, hacia ninguna parte, pero no lo parecía. Iba con pasos firmes, con
la cabeza en alto, aunque había una cosa que sí me delataba; mis lágrimas. Era
cierto que con aquella oscura noche, y con solo la tenue luz de la Luna, ya
apenas se notaba como mis lágrimas descendían desde el ojo hasta caer una a una
por el cuello, y dejar su rastro sobre el suelo. Nadie me miraba, la mayoría
parecía incluso evitarme, pero aquello no me importaba, yo hubiera hecho lo
mismo sí hubiera visto a una chica desconsolada, llorando sin parar sobre las
aceras. No me extrañaba en absoluto.
Para mi
sorpresa, la última calle que pisé aquella noche, no fue la mía propia. Me dejé
caer sobre el asfalto, mientras me secaba las lágrimas con la manga de la
chaqueta, y procuraba que no oyeran mi llanto descontrolado, mis gemidos de
auxilio, un auxilio que yo no pedía, pero mi corazón sí necesitaba. Entrecerré
los ojos, para alzar la cabeza hacia el cielo, totalmente iluminado aquella
noche. Eso me hizo esbozar una suave sonrisa; hacía tiempo que no veía un cielo
estrellado, hasta que caí en el porqué. Ya debía de haber caminado hacia las
afueras de Londres, hacia el lugar más pobre de por allí, donde no había la
iluminación artificial suficiente como para tapar la de las estrellas, donde no
había enormes rascacielos que pudieran tapar las estrellas de más allá, donde
solo había la momentánea paz, y donde solo se podía disfrutar de una sopa al
día. No pude pensar mucho más, enseguida el sueño me venció, y ya estaba
demasiado lejos de casa. Me rendí, y al final, cerré los ojos totalmente.
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