jueves, 23 de mayo de 2013

Prólogo de todo aquello que podamos llamar así.





La nieve ya había cesado hacía un buen rato. Caminaba por las alargadas calles de Londres, las cuales aquel día parecían interminables, sin un fin demasiado fijo. Andaba sin rumbo, hacia ninguna parte, pero no lo parecía. Iba con pasos firmes, con la cabeza en alto, aunque había una cosa que sí me delataba; mis lágrimas. Era cierto que con aquella oscura noche, y con solo la tenue luz de la Luna, ya apenas se notaba como mis lágrimas descendían desde el ojo hasta caer una a una por el cuello, y dejar su rastro sobre el suelo. Nadie me miraba, la mayoría parecía incluso evitarme, pero aquello no me importaba, yo hubiera hecho lo mismo sí hubiera visto a una chica desconsolada, llorando sin parar sobre las aceras. No me extrañaba en absoluto.


Para mi sorpresa, la última calle que pisé aquella noche, no fue la mía propia. Me dejé caer sobre el asfalto, mientras me secaba las lágrimas con la manga de la chaqueta, y procuraba que no oyeran mi llanto descontrolado, mis gemidos de auxilio, un auxilio que yo no pedía, pero mi corazón sí necesitaba. Entrecerré los ojos, para alzar la cabeza hacia el cielo, totalmente iluminado aquella noche. Eso me hizo esbozar una suave sonrisa; hacía tiempo que no veía un cielo estrellado, hasta que caí en el porqué. Ya debía de haber caminado hacia las afueras de Londres, hacia el lugar más pobre de por allí, donde no había la iluminación artificial suficiente como para tapar la de las estrellas, donde no había enormes rascacielos que pudieran tapar las estrellas de más allá, donde solo había la momentánea paz, y donde solo se podía disfrutar de una sopa al día. No pude pensar mucho más, enseguida el sueño me venció, y ya estaba demasiado lejos de casa. Me rendí, y al final, cerré los ojos totalmente.